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DE LA CREEDENCE CLEARWATER REVIVAL, DE HIPPIES LOCOS

 

Admiro la belleza de la naturaleza, mis piernas cuelgan en el puente del Planten un Blomen, mi sitio favorito de la ciudad desde que llegué hace ya dos años desde Madrid. El comienzo fue duro, la comida, el idioma. Ahora lo recuerdo con una sonrisa de oreja a oreja. Más tarde conocí a Bea, Hugo y los demás españoles que ya vivían aquí. Unos hippies locos y drogadictos que se juntaban en un piso a fumar hierba, beber cerveza, escuchar música en un tocadiscos de segunda mano, reír, no sentirse solos.

Recordando todo aquello me di cuenta de que en media hora había quedado con Hugo en el monumento a Otto von Bismarck. Me había dejado engañar para ir a un concierto. Un grupo americano llamado Creedence Clearwater Revival llegaba a Europa con su rock/country de California, sus patillas, sus gafas, sus bigotes y su forma de vivir.

Después de unas eternas colas, embotellamientos humanos y trifulcas, entramos, lo conseguimos. La gente estaba muy excitada. Parecía algo importante. El humo de cada cigarro se unía formando una niebla tóxica sobre nuestras cabezas. Nunca viví algo como aquello. La bebida y las drogas circulaban sin parar. El calor que desprendía cada cuerpo allí presente convertía en una sauna el evento. La gente luchaba encarnizadamente por avanzar unos pocos centímetros, por sentirse más cerca del escenario.

Se apagaron las luces. Todos gritaban. Nadie se movía. El concierto se había transformado en un acto, en una comunión de personas. Hugo lloraba. Entonces escuché Suzie Q y me temblaron las piernas. Cada garganta la cantaba. Miraba a mi alrededor. Comencé a disfrutarlo, a entender todo aquello.

Bad Moon Rising, Proud Mary, Fortunate Son. Los pelos del brazo se levantaban rindiendo pleitesía. Me hicieron saltar, bailar, emocionarme. Entonces me percaté de que ya era parte de la comunidad. De que ya siempre sería parte de ella. De que la Creedence Clearwater Revival me había atrapado. De que le tendría que estar eternamente agradecido a Hugo por haberme hecho formar parte de aquello.

A la mañana siguiente pensaba en lo sucedido. Cerré la ventana, el frío del este de Europa quería adentrarse en mi apartamento. Me abrigué, cogí algo de dinero. Me acerqué a la tienda de discos cerca de la calle Goetheallee. Compré todos sus cassettes.

 

Rubén Ortiz Rodriguez
En ocasiones músico en Falconetti, en otras escritor. Espíritu endémico y Luciérnagas en la oscuridad. Inventando historias desde 1986.

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