Decía Machado que el XX era un siglo con plomo en las entrañas, pero Pablo Ruiz Picasso (1881-1973) no incluía colores políticos en su paleta de pintor. Hasta que llegó el Guernica. Daniel-Henry Kahnweiler, escritor y coleccionista de arte alemán, recuerda que, cuando el reinado de Alfonso XIII agonizaba, le preguntó por sus convicciones. El malagueño respondió escueto y nihilista: “Soy monárquico porque en España hay un rey”. Cuando se proclamó la Segunda República, ya vivía de forma permanente en Francia. En treinta años, sólo había regresado a España en un par de ocasiones y su relación con el joven Gobierno no era demasiado cordial. De hecho, el embajador español en París, Salvador de Madariaga, renunció en 1933 a una exposición de Picasso en Madrid por la actitud “francamente grosera” del pintor.
En 1936, fue nombrado director honorífico del Museo del Prado por Manuel Azaña. Su antecesor, Ramón Pérez de Ayala, había huido tras el estallido de la Guerra Civil. Tal y como afirma Andrés Trapiello en Las armas y las letras, “Picasso no puso los pies ni en el museo ni en España. […] Nunca vino a Madrid”. A principios de 1937, una delegación española (que engrosaban el pintor Josep Renau y el escritor Max Aub, entre otros) viajó a Francia para pedir la colaboración del artista en el pabellón español de la Exposición Internacional de París. El Gobierno republicano apostó por la fama de Picasso.
El 26 de abril de 1937, las aviaciones alemana e italiana bombardearon el pequeño pueblo vasco de Guernica. Dos semanas más tarde, Picasso comenzaba a trabajar en los primeros bocetos de la obra de arte más famosa de la Guerra Civil y que, ochenta años después, emana el mismo dolor gris. Poco tardó Guernica en convertirse en un icono. Quizá eso llevó a Vicente Talón, periodista y corresponsal de guerra, a escribir: “Sobre Guernica, según se ha dicho, han caído más toneladas de tinta que de bombas”.

La controversia
El arquitecto que diseñó el pabellón español en la Exposición de París, Josep Lluís Sert, afirmó sobre el Guernica que “el trabajo en sí fue un regalo, se hizo como donativo del artista a la República”. Según una nota firmada por Max Aub, que visitó el estudio de Picasso en varias ocasiones para supervisar los avances del cuadro, el pago del Gobierno fue simbólico y estaba destinado exclusivamente a cubrir los gastos del pintor. Hoy se sabe que la suma ascendió a doscientos mil francos, un diez por ciento del coste total del pabellón y una cantidad entonces más que considerable. Según recoge Trapiello, “Picasso no rebajó al pueblo español un céntimo de sus honorarios –los más altos de los que colaboraron en la Exposición de París–”.

El Guernica, una de las obras más importantes del siglo XX, acabó con el nihilismo político de Picasso, que en 1944 se afilió al Partido Comunista Francés y que, una década más tarde, publicaría un retrato de Stalin en la revista Lettres Françaises. En una ocasión, dijo: “No, la pintura no está hecha para decorar las habitaciones. Es un instrumento de guerra ofensivo y defensivo contra el enemigo”.
Según Gertrude Stein, escritora estadounidense y amiga íntima del pintor, “no fueron los acontecimientos que ocurrían en España los que despertaron a Picasso, sino el hecho de que ocurriesen en España; pero he aquí que España no estaba perdida, existía. La existencia de España despertó a Picasso. También él existía”.