Tildar a una persona de loca tiene actualmente lecturas muy diversas, seguramente debido a que las connotaciones que inevitablemente acompañan a las palabras también cambian con el tiempo. Sin embargo, hay una parte del significado que se mantiene. No el concepto en sí, no el símbolo ni el estigma en este caso; se mantiene toda una esfera de significados que se acompañan entre sí.
Esa esfera muta, cambia y, por consecuencia, lo hacen también las piezas que la integran en base a un isomorfismo ideológico, es decir, esas piezas se imitan unas a otras para crear una estructura relativamente homogénea en cuanto a valores se refiere. El gran problema se presenta cuando en esa esfera de valores impera el desorden y la estética hedonista a la que nos acostumbra nuestro actual sistema neoliberal. Una estética que, por motivos estructurales, no puede desarrollarse de un modo cívico y respetuoso con el resto del vulgo.
Desde luego, prácticamente toda la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI, como civilización, nos supuso una situación completamente inesperada, un escenario en el que los individuos, siendo no más que eso, no sabían cómo actuar. La «libertad» apareció casi sin ningún aviso, Europa y Norteamérica se liberaban de las cadenas de tiranos personalistas para sucumbir a otro tipo de tiranía, la de los mercados, sólo que esta última resultó un poco más agradable por el aparente reconocimiento al ciudadano en las democracias liberales. Los intereses dejaron de ser entonces exclusivos (quiero que creas en mi Dios, en mi Corona) y pasaron a ser excluyentes (me da igual lo que pienses, mientras no cuestiones mis normas).
Resulta comprensible que en este paisaje de continuas convulsiones, tanto ideológicas, como de poder, cada individuo, completamente apartado de la idea de sociedad o comunidad, desista y acabe asumiendo todo lo establecido, pues ya no existen guías, solo inercias. El ejemplo más claro está en un cliché de la crítica social: naces, te inculcan alguna religión, estudias, trabajas, te casas, dejas hijos en el mundo para que hereden tus propiedades y mueres. Ahora el mapa ha cambiado un poco. Se ha, digamos, liberalizado: naces, pierdes la virginidad y buscas trabajo. Lo de encontrarlo es otra cosa, y lo de morir, mejor no plantearlo.
También ha ocurrido algo parecido con la percepción del tiempo. Se ha violado brutalmente aquello de si tempus fugit, carpe diem. El hijo no deseado por la humanidad de esa violación es otra forma más de vitalismo irracional, un hermano casi idéntico al hedonismo del que antes hablábamos. Vivir el momento es tener los pies en la tierra, tomar conciencia de que el tiempo pasa y seremos viejos e inútiles algún día. Significa eso, no otra cosa. No significa decir sí a cualquier burrada que nos presenten. Como aquel meme que anda por las redes sociales diciendo algo así como quiero gente en mi vida que diga que sí a cualquier plan. Y el meme acababa con un ¿Vamos? ¡Sí!
Ahora paremos un segundo y pensemos en ello. Dejando el asco, admiración o indiferencia emocional que nos produzca, hagamos un ejercicio de comunicación: ¿qué idea pretende transmitirnos? En primer lugar, no pienses. Consume, sal por ahí, ten amigos (o cree tenerlos), no dejes espacio ni tiempo para pensar; en definitiva, me da igual lo que hagas, mientras no cuestiones mis normas. ¿Os suena? Claro que sí. Ya no vamos a misa por inercia, ahora por inercia nos ponen un sello en la muñeca de madrugada. Esto no es una crítica moralista, así que nada ha cambiado entre la iglesia y la discoteca: quienes acuden a ambos sitios, van con sus mejores galas para la ocasión. Los siervos de Dios y los esclavos de la noche están igual y exactamente sometidos a lo mismo. El orden, el statu quo. Ellas preservaban su virginidad para mostrar pureza ante Dios, aunque en realidad fuera solo para el futuro esposo. Ellas ahora son cautivas de la imagen, los cosméticos, para estar cómodas y contentas consigo mismas, pero no es más que para ser un objeto apetecible más en la noche. Nada ha cambiado, las relaciones, por desgracia, siguen siendo las mismas. La mujer sigue siendo la mujer y sigue estando oprimida, y es utilizada por los hombres en todo lo posible, porque ellos siguen siendo los hombres y las relaciones de poder son las mismas. Sin embargo, no es este el mar al que quiero que llegue todo este río de ideas y poder, aun queda un pequeño tramo más, y es el siguiente.
Lo que antes era Dios, ¿qué es ahora?
La muerte de las ideas no es cierta, siguen ahí, algo a lo que deberse en cuerpo y alma mientras dure la vida. Dios ya no es una herramienta de control que se pueda utilizar de forma efectiva hacia el pueblo, pero las ideas son las mismas, el resultado es el mismo: toda una población adocenada y triste, pero que, inexplicablemente, sonríe. ¿Quién es esa nueva deidad?
Los países del sur siempre han asumido la ideología de una forma más sibilina, ellos no sabrían explicar por qué se comportan así, pero son los que más sufren la aplicación de estas ideas. Con el aterrizaje y asentamiento del neoliberalismo en lo estrictamente político y económico, aparecen las primeras prácticas sociales de la posmodernidad: una aparente ruptura con lo establecido, los jóvenes como imagen de la subversión y la rebeldía, la desobediencia como forma de liberación… Todo mentira. El resultado son masas de población que rompen con normas absurdas como la hora de llegar a casa, utilizar el coche sin carnet, beber hasta perder el conocimiento, estar con dos chicas distintas la misma noche, y todo se resume a eso. Prácticas que, a fin de cuentas, no desestabilizan nada del orden social, solo pone en cuestión -una vez más- el modelo tradicional de familia. Lo verdaderamente triste viene ahora: esos jóvenes crecen, y ahora dan consejos con la premisa de que sus canas hablan por ellos.
La cuestión más importante es, ¿qué justifica todo esto? La locura. Ser jóvenes y cometer locuras es lo que hay que hacer. En la lista temporal de prioridades cliché, iría entre nacer y casarse, porque en algún momento habrá que sentar cabeza, no todo puede ser no pensar, beber y ser un mantenido. En algún momento habrá que empezar a trabajar, a pensar en tus seres queridos, en mudarte a una casa que cumpla tus requisitos, a poner los pies en la tierra o, como dirían, a ser cuerdos.
Uno de los pilares que sostienen este sistema de pensamiento de la sinrazón es, sin duda alguna, la apología de la locura. La defensa ciega de un concepto que sirve como escudo a cualquier crítica racional, a cualquier pregunta coherente que cuestione las inercias de quienes no se plantean la posibilidad de que no quieran hacer lo que sea que estén haciendo. Y lo peor es que se hace con una sonrisa en la cara.
«Estoy haciendo locuras, ¡qué vivo me siento!»
La romantización de la locura, el uso de la locura para embellecer la realidad, viene ya de muy largo. Edgar Allan Poe ya decía en el siglo XIX «Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura«, y un siglo después vino Bukowski a decir que alguna gente no enloquece nunca, que deben tener una vida verdaderamente horrible. Lo indica claramente como algo bueno, como algo sano. La locura es un trastorno mental, es una enfermedad psíquica que limita a la persona, ¿quién puede pensar que hay algo bueno en una enfermedad?
Tal y como decía con anterioridad, somos tristes, y eso es lo común, lo normal. El problema surge cuando todo un sistema de ideas te somete a la felicidad constante. Debes ser feliz, y si no lo eres, consume. Y si sigues sin serlo, presume. Y si sigues sin serlo, compite y pisa a los demás. Y si no lo eres, resultas ser un fracaso social. Con todas estas exigencias normativas, es de esperar que cale el discurso de la locura. De los que dicen «sé un loco y no cuestiones nada» y también el discurso de los que, como Galeano, hablan del derecho al delirio para imaginar una utopía. ¿Es justo esto? Llamar locura o delirio a tener la valentía de construir un mundo mejor, ¿es hacer justicia con las ideas que se defienden? ¿Es necesario tener un trastorno mental para ser feliz, para disfrutar de la vida? Deberíamos cuestionar la coletilla que le ponemos a cada situación, porque no es ninguna locura salir con tus amigas un sábado por la noche. Eso es, precisamente, lo normativo, lo común, lo que no se sale de las reglas.
La demencia en el individuo es algo raro; en los grupos, en los partidos, en los pueblos, en las épocas, es la regla.
Friedrich Nietzsche
Tal vez Galeano sí tenía razón y todo está patas arriba. Los que dicen estar locos no lo están realmente, y quienes dicen ver la realidad de un modo claro y preciso, son los más lunáticos. Lo cierto es que los valores de una sociedad como la occidental son de locos, los grupos son cuerpos irracionales de gente que no cuestiona, que cambia su voluntad por las inercias, que el entorno se convierte en su dueño. Por otro lado, los individuos son capaces de realizar esta distinción y autoproclamarse cuerdos al acabar de leer este artículo, mientras sacan su cara más irracional cuando están en grupo y viven con locura, aman con locura, sienten con locura… O dicho de otra manera, para dejar de una vez de romantizar este trastorno mental que es la locura, hacen todo eso pero sin pensar demasiado por qué.
Las personas más coherentes que he tenido el placer de conocer, han sido, por lo general, esquizofrénicas y dementes. Verdaderos locos, enfermos, distintos al resto del mundo. Las historias más sólidas e inquebrantables me las han contado ellos.
Locura como alienación y como estado romántico
Hay dos elementos que he pretendido señalar de forma implícita en este artículo. El primero es la locura como alienación. A toda tiranía o élite poderosa le conviene tener siervos adocenados. Como ya dije, no hay reyes con súbditos, y Dios está a punto de morir, por lo que habría que reinventar una nueva fuerza ante la que doblegarse. Aparece la «libertad» y se es entregada a aquellos que fueron súbditos de un rey y siervos de un dios para sentirse individuos y poderosos, pero ante todo, individuos. De este modo, lo más importante es el yo, y toda la esfera ideológica nos dice que la máxima que tiene el yo, es ser feliz y disfrutar, pero el camino hacia estas dos metas están de igual modo indicadas por esa esfera ideológica. El segundo elemento sería concebir la locura como estado romántico, una fase a la que desear llegar porque todo vale la pena si la locura está de por medio. Esto último podría comprenderse en la propia época del romanticismo, pero hoy día se romantizan o idealizan conductas tan enfermizas como las de la época: entonces morir por amor era lo común, hasta bonito aunque trágico.
Hoy es una locura (porque hay que tener pocas luces) bien vista y aceptada que pasarlo bien es emborracharse, pasar frío y estar en sitios donde no se puede hablar con nadie por culpa de los decibelios. Dicho así parece un poco moralista, pero es que una niña de 12 años murió por un coma etílico, y las críticas fueron a los padres, no al sistema de valores. Por suerte, en el caso del análisis de las violencias machistas, se está superando y condenando el romanticismo y aquello de amar con locura, que viene a significar que todo vale si hay amor, y no se puede caer en ese vacío.
Como todo en esta vida, la pedagogía tiene un papel fundamental a la hora de crear inercias sociales sanas, y no resulta muy difícil dar solución a esto, basta con preguntarse, ¿quiero hacerlo, o voy a hacerme el loco y sonreír?
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