Literatura

Música que no escuché en Venecia

      Había comenzado la época de lluvias. El día anterior se desbordó el Gran Canal y quedaban remansos de su agua turbia encharcada en el pavimento de Venecia. El ambiente de esa noche era húmedo y frío y yo caminaba esquivando charcos hacia el Hotel Rialto.

      Subí cansado los tres escalones de piedra erosionada que me separaban del elegante botones que protegía el portón de cristal. Me dirigió una sonrisa que elevó su fino bigote y empuñó hacia él el tirador dorado de la puerta. Sobre el brillante suelo de mármol blanco del amplio vestíbulo había una diáspora de camareros con bandejas de plata. Ofrecían canapés de foie y mermelada de cebolla, remolacha, pesto y pavo, y otro amarillo y viscoso que no me atreví a preguntar qué llevaba. Sobre la base negra de los trajes de los hombres, había vestidos granates, azules vibrantes y blancos rotos.

      Parecía que todos habían venido solos, excepto un grupo de rubios trajeados con cámaras de fotos y sonrisas ingenuas. Un hombre y una mujer adultos, un chico adolescente, y dos niñas gemelas. Debían ser familia. Y feliz. Espero que mis hermanos fuesen así de felices para compensar que se llevaron el trozo grande del pastel. Cuando eres el único hermano soltero, uno asume que la herencia vaya a ignorar tu necesidad si no viene atada a una alianza.

      Un ciego golpeó mi pierna con su bastón blanco, se disculpó riéndose de sí mismo y se unió al mármol, los trajes y los canapés. Miré hacia atrás y vi cruzar el portón a un joven vestido para la ocasión portando la funda de algo que presumiblemente era una guitarra. Se colocó unas gafas de sol negras. Era Sebastián, el músico del evento. Caminó recto y decidido hacia el centro del vestíbulo y las personas formaron in situ un semicírculo a su alrededor. Consiguió del comedor una silla crema con pespuntes dorados, sacó la guitarra y empezó a tocar un arpegio agudo.

      Mientras tanto, me fijé en cómo el hombre ciego se había colocado en un extremo de la sala, apoyado en una de las columnas de mármol travertino rojizo, la cual golpeaba rítmicamente con la mano. Los capiteles eran corintios. El color rojizo de ese mármol era como el de la mesa de recepción detrás de Sebastián. Cómo odio la opulencia barroca.

      Hace mucho que no veía tanta exuberancia. No es que mi piso de Verona lo fuera —ni mucho menos—, sino que mi bolsillo ya no se estiraba para permitirme pasear por museos, palacios o galerías de arte. Desde que me cesaran como profesor de Historia del Arte por lo que el parte llamaba “vehemencia y adoctrinamiento”, había subsistido dos años con la prestación por desempleo. ¿Quién va a contratar a un cincuentón? Sebastián, exalumno mío, me había invitado.

      Dos personas que seguro que no entendían nada sobre música señalaban al chico y susurraban. Un hombre tuvo que ausentarse para atender una llamada de teléfono. No pude evitar mirar a una mujer que acentuaba sus patas de gallo por tener los ojos cerrados. Se le escapó una lágrima.

—¿Por qué lloras?

—¿Es que no has escuchado eso?

—¿El qué? —Ella abrió los ojos.

      Después del recital, la fiesta se trasladó al primer piso, donde cenaríamos. Había aún más mármol. Salí al balcón a través de una de las largas ventanas verticales que miraban al Gran Canal. Era pequeño y recogido por una balaustrada de piedra gris, áspera, mojada y fría, con la que chocó su bastón el hombre ciego. Inspiró profundamente y alabó la preciosidad de esa noche. Supongo que tenía razón.

Victoria De Julián
Estudio Periodismo y Filosofía en la UNAV. Busco oportunidades de ser mejor, crear y aprender haciendo. :D

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