Dicen que tenía alma de poeta antes que de cantautor. Escuchando You Want it Darker, la apertura del disco homónimo que se ha convertido ya para siempre en su último trabajo discográfico, me es imposible creerlo. Leonard Cohen fue todo lo que fue por el simple hecho de que nació para serlo, aún sin saberlo. Porque lo seguirá siendo ahora que lo sabe, tras su muerte.
Dicen que vio en la música mayor rentabilidad que en la poesía. Y que, tras un retiro sabático en los años 90, regresó al descubrir la estafa con la que su representante lo dejó casi arruinado. Lógicamente, todos necesitamos vivir, luchar en esa selva del salvaje capitalismo -algunos, como Cohen, lo hacían también en la del salvaje cáncer- pero, para el genio canadiense, esa lucha por el beneficio económico era sólo necesaria para su existencia física, no para la espiritual. En un concierto en Israel llegó a tomarse un descanso en el camerino, después de decirle a su público que no estaba sintiendo plenamente las canciones, y que les estaba engañando por ello. Finalmente regresó, siguió cantando. Y lloró.
Gran admirador de Federico García Lorca, versionó Pequeño Vals Vienés. Y otros grandes admiradores suyos, innumerables, versionaron su Hallelujah. Aunque, quizá, debería decir que ese Hallelujah es Patrimonio Universal de la Humanidad. Un himno imposible de olvidar bajo la profundidad y gravedad de la voz de Leonard Cohen, tan atronadora como cálida. Tan divina como cercana. Lo fue con aquel primer Songs of Leonard Cohen de finales de los 60, lo sigue siendo ahora, mientras escucho ya Leaving the table, el cuarto tema de su último disco. Y es que es imposible escribir sobre un tipo como Cohen tratando de buscar inspiración a través de su voz. Su voz me abraza y me lleva volando muy lejos de lo que escribo, hacia algo más puro, libre de artificios y desprovisto de lo material.
¿Es ahí donde estás ahora, Leonard?
Al fin y al cabo, tú mismo lo dijiste: tu intención era “ser eterno”. Después aseguraste que estabas preparado para morir. Y te retractaste de nuevo. “Creo que exageré un poco”, declaraste, y todos se rieron en aquella sala de prensa. Claro que exageraste, Cohen, sigues estando vivo. Así lo creo mientras te escucho en Waiting for the Miracle, de 1992, que no sale de mi cabeza desde que la descubriera ayer, tras tu muerte terrenal.
Te has ido a finales de años, casi de la misma forma en que lo hizo David Bowie en enero. Tras publicar un último disco que suena a despedida anticipada. De la Black Star al You Want It Darker. Y es que, a veces, la oscuridad se vuelve demasiado deslumbrante.
En una entrevista reciente mostrabas tu admiración por otro grande intergeneracional, Bob Dylan, haciendo referencia al polémico Premio Nobel: «Para mí es como ponerle una medalla al monte Everest por ser el más grande del mundo». Sea como fuere, al final del camino, con medallas o sin ellas, todos nos vamos para siempre. Tarde o temprano. Y el verdadero éxito será la huella que hayamos dejado. No la que deslumbra, sino la que deja una marca eterna. Ese es el verdadero Milagro de la vida que todos estamos esperando. La búsqueda de sentido que todos perseguimos. Y tu voz, estoy seguro, nos seguirá alumbrando ese oscuro camino.
Autor de la imagen: Takahiro Kyono