Posiblemente los dentistas seamos los profesionales sanitarios más impopulares, junto con los ginecólogos, según cuentan nuestras pacientes. Y lo somos por dos motivos relevantes, el primero porque hacemos daño (cada vez menos ciertamente) y el segundo porque, además, nos tienen que pagar por ello.
En el imaginario colectivo el dentista es un tipo que gana mucha pasta, vive muy bien y encima se queja. Querámoslo o no esta imagen, grabada a fuego en el disco duro del magín popular, es, en parte, el origen de todos los males que padece nuestra querida profesión. Me explico. Hace más de treinta años la población de dentistas, en nuestro país, era muy escasa, en relación al número de habitantes. Para lograr el título había que superar la licenciatura de Medicina y hacer la especialidad de Estomatología. Los dentistas eran, por tanto, médicos estomatólogos y sus consultas estaban a rebosar, puesto que existía un numerus clausus que mantenía reducido el total de dentistas, muy por debajo de las necesidades del país.
Era complicado ser atendido por un buen profesional, además de resultar caro, algo que no estaba al alcance de todos, puesto que como ya sabemos la asistencia dental no está incluida en el sistema nacional de salud, por su elevado coste. Durante el mandato de Felipe González se decidió, a mediados de los ochenta, la conveniencia de socializar los servicios bucodentales, para beneficiar a las capas menos pudientes de la sociedad.
Para ello se creó la Licenciatura de Odontología, tal como existía en los países de la Europa comunitaria. Los dentistas ya no tenían que ser médicos y les bastaba con cinco años de estudios para poder ejercer. La primera consecuencia fue la “invasión” de odontólogos provenientes de Europa y de Latinoamérica, argentinos en su mayoría. La segunda fue el incremento en el número de jóvenes que querían ser dentistas.
A mediados de los 90 comenzaron a surgir facultades de Odontología en las universidades privadas, proliferando por todas las Comunidades Autónomas con tanto éxito que el número de dentistas superaba ya en mucho las necesidades del país al finalizar el siglo. Desde entonces hemos asistido a la apertura de innumerables clínicas dentales, que inundan las calles de las ciudades y llegan a las más remotas y exiguas aldeas.
Este exceso de “mano de obra” cualificada, junto a una legislación excesivamente laxa en materia laboral, han hecho surgir los nuevos modelos de clínicas dentales “low cost” o comerciales, en las que sus dueños no necesitan ser dentistas para dirigirlas, sino meros inversores procedentes de cualquier rama empresarial. Cualquier persona con dinero para invertir puede abrir una clínica dental, con el objetivo de rentabilizar su inversión naturalmente. Si, además, carece de escrúpulos puede ampliar sus ganancias contratando a dentistas por poco más del salario base (hay tantos que, si no aceptan las condiciones o protestan por ellas, se les puede despedir libremente y contratar al siguiente de la lista de espera) y utilizando materiales de baja calidad.

Muchos dentistas han optado por emigrar, antes de seguir engrosando las listas del paro. Hay pues dos tipos de clínicas, diferenciadas claramente por su forma de actuar. Las que son propiedad de uno o varios dentistas que, además trabajan y son responsables de ellas y las clínicas comerciales, franquicias o de aseguradoras, que contratan a sus dentistas y siguen métodos similares a los de cualquier empresa, es decir que utilizan el marketing, la publicidad, así como promociones y campañas en medios de comunicación, en las que suelen aparecer personajes populares para prestigiar su imagen y métodos.
A este tipo de clínicas pertenecen Funnydent y Vitaldent, que han protagonizado los casos lamentables que hemos conocido recientemente. Pacientes que se han quedado sin su dinero y, en ocasiones, sin terminar el tratamiento previsto por culpa de empresarios sin escrúpulos. Los dentistas somos los más interesados en solucionar este problema y en garantizar una buena atención sanitaria a nuestros pacientes, así como en restablecer nuestro buen nombre y prestigio ante la opinión pública.
Para ello solicitamos de los poderes públicos tres iniciativas parlamentarias, existentes ya en países de nuestro entorno europeo, y que garantizarían unos buenos servicios sanitarios buco-dentales, preservando, además, a la población de caer en manos de estos empresarios depredadores.
La primera es la de impedir que se den licencias de apertura para clínicas dentales a nadie que no sea un profesional cualificado, la segunda la de prohibir todo tipo de publicidad engañosa o confusa en materia de salud y la tercera la de ajustar el número de dentistas al de las necesidades reales del país, mediante la aplicación de un numerus clausus efectivo. La pelota está, por tanto, en el tejado de los políticos.
Estamos de acuerdo en que se debe socializar la asistencia bucal, pero no a costa de poner en riesgo la salud o de estafar a la población, si se deja en manos de profanos cuyo único objetivo es el de enriquecerse. En salud lo barato sale doblemente caro.
Carlos L. García Álvarez
Presidente de APDENT
Un post muy interesante. Cualquier clínica, independientemente de la dolencia o necesidad que cubra para la sociedad, es de gran importancia dentro de esta. Por ejemplo. las clínicas especializadas sobre las varices como https://clinicavasculine.es/ también son un buen ejemplo. Que una gran mayoría no necesite tratar su dentadura o sus varices no significa que tenga una importancia menor que la del resto de hospitales y centros de salud.