De no habérseles atascado los mocasines Ferragamo azul marino en las fibras de lana de la moqueta verde botella del salón, habría lucido un nuevo cardado que dejaba caer un rizo castaño sobre su ceja derecha habitualmente arqueada, y presumido de las uñas que pintó anoche su nieta Gala a juego con su sobria sombra de ojos granate. Matilda tropezó, se fracturó la cadera y no pudo asistir al desfile del Día de la Hispanidad.
Era una octogenaria solamente afectada por ello físicamente, y podría haber conducido esa mañana su Nissan Micra gris desde Beloso Bajo al centro de Pamplona para ver el desfile de la Guardia Civil sobre el pavimento mojado de la Avenida Galicia. Podría haber vibrado ilusionada con algo que no hacía desde hace un año: sostener una banderilla española. Podría haber visto a sus amigas Blanca, Ana y María Jesús y hablado del verano de Gala en Estados Unidos, haberse quejado del sintrón y de que cada vez arrastra más los pies, insultado a Pedro Sánchez, si acaso comentado la lluvia de octubre y haber estrechado la mano a algún excombatiente.
Habría estrechado las manos, y con firmeza, porque su padre Eneldo Zumalacárregui -sastre y emprendedor empedernido- le enseñó a hacerlo como un hombre, porque creía en las mujeres. Igual que ella creía en España, y no en el ente ficticio que relatan las noticias, que está escrito sobre el papel y de vez en cuando se manifiesta en las camisetas de fútbol que se ven por la tele. No sabía por qué creía, pero sabía que no dependía de la República, la Monarquía, el Franquismo o el Marxismo.
No lo sabía porque no era algo que Matilda esperase de ella misma. Era atea ya que su orgullo le obligaba a responder sola a sus preguntas. Además, tampoco había cuidado nunca sus convicciones, porque no eran algo que los demás pudiesen examinar. Su madre Esmeralda le enseñó a tocar el piano y las letras del jazz lento de Nat King Cole, pero Matilda nunca captó la pasión por la música. Eneldo la mimó y la privó de la pasión por la independencia. Ella peinaba con recelo su cardado, pero permitía enredones en su nuca. Sus vestidos de punto de seda de colores pastel no tenían una arruga, pero ignoraba las carreras de sus medias. Atesoraba entre los libros del salón las cartas de Boston de Gala y las del internado de Southampton de su hija Sol, pero despreciaba indiferente los escritos en los que, con letra salvaje y divertida, respondía en nombre de Dios.
Sus ojos grises habrían sido igual de indiferentes de no ser por su ceja desafiante; y su mirada, hostil de no ser por su media sonrisa. Su planta no era altanera ni su actitud defensiva. Todo lo contrario, su cuerpo era ligero y relajado. Incluso encorvaba la espalda, dejando esa como la única debilidad visible. Aunque no la acomplejaba, a veces se erguía cuando recibía visitas. Así, envolvía los invitados con sus largos brazos y los guiaba al segundo piso.
Se enorgullecía de todo lo que cuidaba y se fascinaba con las reacciones de sus espectadores. Lo primero en el tour, después de subir las escaleras de madera rojiza, era un cuadro de la familia Zumalacárregui. Señalaba a Eneldo, a Esmeralda, a su hermano Marco, a Sol, a Gala. Caminando hacia el salón, hablaba de las alfombras marrones con detalles dorados de origen persa que compró su difunto marido Álvaro. Señalaba el juego de té de porcelana británica que le regaló Sol y se paraba solemne ante el piano de pared que heredó de Esmeralda. Deleitaba a los invitados que pedían una canción con un llano “no”.
Desde el suelo, miraba condescendientemente al piano. Boca abajo, la risa por la ironía de su situación apaciguaba el dolor de la cadera. Si Matilda no hubiera cuidado lo visible, habría desnudado el parqué, evitándose limpiar la moqueta y peinar los flecos de las alfombras de Álvaro si libraba Felicia, y no habría tenido intención de ver el desfile de la Guardia Civil. En su lugar, habría intentado tocar, por primera vez, “Iberia” de Isaac Albéniz hasta el final, y disfrutado, como un norteamericano que ama el Mississippi, un ruandés que ama las montañas o un uruguayo que ama a Pepe Mujica, de su particular y único sentimiento patriota.