Desde hace un tiempo tiendo a dividir las ciudades que visito en dos categorías. Por un lado, las ciudades grandes, impresionantes, que me maravillan y abruman al mismo tiempo. París. Viena. Ciudades que hacen que me sienta pequeño bajo la imponente mirada de sus edificios y monumentos con años y años de historia. Y por otro lado, están las ciudades más modestas, que no impresionan tanto a primera vista, pero que al final me terminan pareciendo más acogedoras que las otras. Son esas ciudades en las que tiendo a pensar: “sí, definitivamente podría vivir aquí”. Ámsterdam. Bilbao. Bolonia.
Hoy voy a hablaros de una de estas últimas ciudades. Pero no quiero haceros una guía de ella. Para eso ya hay suficientes páginas en internet. No, mi propósito con este artículo es contaros mi experiencia e inspiraros a conocerla y, quizá, visitarla algún día. Así que bienvenidos a Praga.

La verdad es que no tenía demasiadas expectativas puestas en Praga. Es un destino poco conocido y si no has estado allí, es posible que ni siquiera seas capaz de decir un lugar que te gustaría ver. Quizá ni sepas que allí se encuentra ese famoso reloj astronómico que has visto alguna que otra vez. Yo llegué a Praga sin esperar nada de ella, y creo que eso jugó a su favor, porque se las apañó para sorprenderme y atraparme. Y es que Praga no es grandes edificios y monumentos (que también). El alma de esta ciudad no está en el reloj astronómico ni en su castillo.

Lo nuevo y lo viejo. Lo de acá y lo de allá. Praga es una especie de cruce de caminos en el que todos se quedan y ayudan a construir el espíritu de la ciudad. Vi obras del irreverente artista checo David Černý, todo un genio de la provocación (si vais, no os perdáis su impresionante estatua de Franz Kafka). Pero también pasé una tarde en el parque Letná, donde un metrónomo gigante se alza hacia el cielo. Se encuentra en el mismo lugar en el que antes había una estatua de Stalin y, según me contaron, simboliza el momento en que, tras la dictadura soviética, los checos sintieron que por fin podrían marcar su propio tiempo. Es un lugar que me transmitió muchísima paz, además de, claro, regalarme unas vistas privilegiadas.
Y es que en la capital checa la historia se da la mano con la modernidad, en un contraste perfectamente armónico. El barrio judío, desbordado de sinagogas, ocupa gran parte de la ciudad. Por suerte, y a pesar de la cruel represión que ejercieron los nazis en Checoslovaquia, no fue destruido en la Segunda Guerra Mundial. Allí se encuentra el Viejo Cementerio Judío, donde la falta de espacio obligó a enterrar a los fallecidos unos encima de otros. Las lápidas se amontonan unas sobre otras en un bellísimo caos. Se cree que más de 100.000 cuerpos descansan bajo la tierra.
No muy lejos se alza el Monumento a las Víctimas del Comunismo, todo un símbolo de la historia más reciente del país. Está enfrentado a la parte más nueva de la ciudad, y tuve que detenerme ante él un tiempo para entender lo que realmente me quería decir. Tal y como lo veo, es un recuerdo a la destrucción de la persona que traen consigo las dictaduras. No sé si estoy en lo cierto, pero lo que es innegable es que es una escultura muy potente visualmente.
Al otro lado del río, Praga reafirma su nueva identidad. La Casa Danzante de Frank Gehry (también arquitecto del museo Guggenheim de Bilbao) fue construida en 1996 y se alza ante el río Moldava aportando su granito de arena a la ecléctica esencia de la ciudad. Aquí está Praga en su faceta más moderna y multicultural. Y una vez más, qué vistas. Merece la pena subir aunque sea a costa de pedir una Coca-Cola en su bar.
Aún queda mucho. El muro de John Lennon es uno de los lugares más reivindicativos de la ciudad. Se alza en el barrio de Malá Strana, y reivindica la libertad de expresión y la no violencia. Cuando llegué, una chica estaba tocando Zombie de The Cranberries y me quedé un rato mirando las pintadas de la pared, que hablaban de paz y de amor. Láska, la palabra checa para amor, estaba dibujada bien grande. Me gusta pensar que, cuando vuelva, el muro será totalmente diferente por lo que la gente haya pintado encima.

No sé si os habrá pasado alguna vez, pero el segundo día que pasé en Praga, sentí que conectaba con ella. Era como si de repente reconociera a la ciudad y la ciudad me reconociera a mí. No sé si tiene mucha lógica, pero creo que si lo habéis sentido alguna vez, sabéis a lo que me refiero.
Para el final de los seis días que estuve en Praga, no me quedaba demasiado que visitar. Pero si os soy sincero, me habría quedado allí otra semana más aunque solo fuera para poder seguir paseando por sus calles. Creo que no miento si os digo que volveré.