Miedo. Tensión. Cansancio. Incertidumbre. Palabras catastróficas por sí solas y terroríficas en conjunto. Vocablos que tienen trascendencia en el discurso selectivo de una manera diferente en la coyuntura que cada cual vive antes, en y después de esa prueba tenebrosa. Términos que uno escuchará en los aledaños de la PAU más que en toda su vida y que, en definitiva, todos hemos compartido en esos momentos de nervios que, inevitablemente, uno ha de vivir en “los exámenes de tu vida”.
Probablemente, mi historia no difiere en exceso de lo que mis compañeros os contarán en el resto de artículos preparados para esta semana. En bachillerato todos los profesores te decían blablablá, te entraba miedo blablablá, no era para tanto blablablá, y cosas de este tipo. Mi relato tiene la diferencia en el matiz de la experiencia, algo que muchos no se paran a analizar: la trascendencia de la PAU se encuentra en los amigos que te llevas, ambivalentemente, los mismos que tienes que dejar algo atrás en el nuevo camino universitario.
Creo que debemos cambiar nuestra perspectiva. Bachillerato no es difícil, tiene el deber de prepararnos a buen nivel en diferentes ámbitos que, aunque a muchos le puedan sonar inútiles tanto para su vida como para Selectividad, hacen del alumno un ser culto en cualquiera de las materias posibles.
Yo disfruté de Bachillerato, y eso que no osé beberme un chupito por cada vez que la antítesis de Voldemort, la PAU, aparecía en la boca de los profesores. Algunos discuten la necesidad de estos dos cursos, pero creo que son más que necesarios en la curtida vida del estudiante, y más si estudias cosas de la rama donde se ubica la carrera que pretendes estudiar.
Mi pericia preuniversitaria arrastra el recuerdo de unos chavales que antes de segundo de Bachillerato prácticamente no tenían una relación estrecha, de unos chicos que en tal curso elaboraron una fantástica labor de amistad, de un grupo que se unió aun más si cabía cuando llegó la Final de la Champions de los estudiantes (al menos hasta el momento).
El nivel de exigencia bajo el que habíamos estado durante los dos últimos años, fueron tan placenteros como un refresco en Sevilla en pleno agosto. Cuando se nos presentaron todos los exámenes por delante, prácticamente los hicimos de carrerilla como si de un crucigrama se tratara (vale, exagero un poco).
La mayor de mis reminiscencias se halla en lo que pasaba, como si de algo tradicional se tratase, después de cada ejercicio. Nos reuníamos en unas escaleras para comentar qué nos había parecido, nos reíamos, recordábamos los nervios que habíamos pasado para esto y de los cuales ya no había atisbos… Nos deseábamos suerte y cada cual a su aula para completar otra batalla titánica.
El último día, tras completar el examen de Latín, comimos juntos y, entre carcajada y carcajada, liberados del “yugo casi esclavista” de tal fundamento, nos percatamos de que aquello no se repetiría mucho más, de que esta práctica acabaría allí.
Sin darnos cuenta, estábamos conviviendo en un momento crucial de nuestras vidas que hoy, cuando nos reunimos, aun rememoramos sin añoranza, pero con serendipia, puesto que completamos la mayor de las amistades en un hallazgo afortunado e inesperado que se produjo cuando se estaba buscando algo tan distinto como el pase a la carrera que queríamos.
Más allá del miedo, la tensión, el cansancio, o la incertidumbre, parafraseando a Isabel Allende, necesitaremos memoria selectiva para recordar lo bueno, prudencia lógica para no arruinar el presente y optimismo desafiante para encarar el futuro.
¡Qué Selectividad os sonría de la mejor y más bonita de las formas posibles!