Recuerdo perfectamente el día que yo comencé Selectividad. Ha pasado solo un año, pero el cóctel de nervios y conocimientos concentrados bien podría haber borrado gran parte de la fecha de mi memoria.
No fue así. Era imposible que pudiese resetear el más mínimo instante de lo que, a priori, era un momento fundamental en mi carrera como estudiante, como futuro profesional e, incluso, en mi carrera como persona. Como si se tratase de la piedra angular de nuestras vidas, pasé más de dos años de estudio en los que el término PAU -o cualquiera de sus sinónimos- fueron repetidos hasta la saciedad y asimilados como si de una prueba irrevocable se tratase.
Incido pues en el a priori y me reservo la conclusión que saqué una vez hube superado la semana de pruebas y nervios para poder publicarla el próximo jueves. Incido pues en el a priori e incido también en el día del debut; fecha marcada con fluorescente en mi calendario desde el primero de los días de curso. Fecha a la que, no se porqué, tuve casi pánico.
Fue en la vetusta y garabateada Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. Tras sortear un atasco que no hizo más que agravar mi crisis nerviosa, varias pintadas me daban la bienvenida al mundo universitario; un cosmos tan incoherente que, aunque aboga y farda de análisis y razonamiento, me recibía con versos pintados en ladrillo que rezaban poesía barata y poco fundada con frases como “Dios te mata” o “Muerte a los fascistas de la universidad”; un universo que, cansado de pedir ayudas al Estado y manifestarse contra los recortes, optaba por el autodeterioro ridículo y poco original; un entorno del que no he terminado de enamorarme durante este curso.
Una vez asimilada la paleolítica acción poética universitaria comencé el ya tradicional ritual previo a cualquier examen por el que valga la pena preocuparse. Una vez dado el último repaso de rigor -del cual pocas conclusiones claras suelen sacarse- y su correspondiente puesta en relación con el más listo de la clase -el cual se vuelve popular por momentos en citas como esta-, intenté buscar a mi círculo de amigos para discutir que entraría y que no, tratando de encontrar a alguien que hubiese estudiado lo mismo que yo y, borracho de fe y esperanza, apostase mis mismas cartas.
Encontré a varios, pero ninguna de las previsiones fue acertada. Estudié mucho, pero poco de ello me entró. Me estrenaba en PAU con Lengua e Historia. Me estrenaba con dos palos de los gordos. Me estrenaba con dos quinielas mal hechas tanto por mi, como por mis compañeros, como mis profesores.
Saqué la primera gran lección para mi inminente trayectoria como universitario. Una vez hube visto ambos exámenes me juré que jamás volvería a jugármela al negro. Pero es que tampoco volvería a jugarme todo al rojo, porque directamente no me la volvería a jugar.
Todas las cávalas, quinielas, apuestas o como quiera que las llamásemos fueron nulas. Ni siquiera la destreza adquirida durante el curso en locales de apuestas me ayudaron a acertar un número de cuestiones o temas que me asegurasen una buena nota.
Toda cuestión que iba a caer, no cayó. Si me estudié el siglo XIX en Lengua, cayó el XX. Si el Bienio radical-cedista de la dictadura franquista apenas contaba con importancia, fue el elegido por la Comunidad para el examen de Historia. Si leí a Juan Rulfo, me preguntaron por el ya casi olvidado El sí de las niñas que leí en noviembre. Si quería que fuese blanco, parecía haber salido negro. Negro oscuro.
Una vez me hubo abandonado la suerte de forma definitiva, no tuve otra opción que autoconvencerme de que aquel era un exámen corriente, con una dificultad normal y, como tal, podría encomendarme a mi facilidad de exprimir hasta la última gota de mis conocimientos para tratar de salvar la gesta.
Y así fue. Conforme lo cuento. Ante la falta de nitidez de lo que había estudiado, me auxilié en mi capacidad como cuentacuentos para intentar salvar la situación.
Al final tuvo resultado.
Al final la cornada no fue tan grave.
¡Ánimo y suerte!