A veces es inevitable que las emociones afloren con fuerza, y hasta es fácil caer en la tentación de recordar el largo camino -dificultoso muchas veces- que llevamos transitado, en que nos entraron muchas ganas de comernos el mundo, planeamos que un modo apropiado de hacerlo podría ser dedicándonos a esta noble y difícil actividad que es el periodismo.
Por el camino, bien entre bambalinas o en el escenario principal del teatro de la vida, a veces tienes la suerte de compartir aula con personajes que te pellizcan en lo más hondo del alma y nos ayudan a empezar un camino y a seguir avanzando.
Es un sentimiento que compartimos la mayoría de los que estudiamos Periodismo, pues existe ese profesor, esa profesora que nos marcó, nos enseñó el amor por la palabra, esa predilección por la lectura, esa admiración por la buena ortografía.
Algunos tenemos en mente aquel profesor o aquella profesora, el mejor de nuestra vida que nos enseñó que hay pocas cosas comparables con la emoción intelectual de ver cómo aprende un alumno. Vivir el momento en el que las pupilas se agrandan (fenómeno real, no ilusión poética) cuando tu mente se enriquece gracias a ese maestro es indescriptible. Y qué decir cuando ya como ex alumno llegas a establecer una discusión de igual a igual, o incluso llegas a superar al maestro.
No hay mayor satisfacción para el profesor, por ver justificado muchos años de trabajo y sinsabores; no hay mayor satisfacción para un alumno ver que gracias a esa persona has desarrollado muchas de las metas intelectuales que había soñado.
Por desgracia, muchos profesores y bastantes estudiantes aún no han tenido la fortuna de vivir esa situación. Y la vida diaria no está demasiado poblada de este tipo de sensaciones, pero muy pocos estudiantes olvidan a un gran profesor.
Sé bien lo que digo. Cualquiera de nosotros echará antes en el olvido a su primer amor o aquel amigo íntimo de infancia. Pero los grandes profesores dejan una huella que permanece hasta el final de los días. Es una relación de una naturaleza tan singular que el paso del tiempo, que tantas cosas se lleva por delante, lejos de enturbiarla, solo consigue purificarla, embellecerla y mitificarla.
Me gusta evocar con nostalgia la relación maestro- discípulo. Es algo que, desgraciadamente, ya no abunda, pero me niego a aceptar que se haya extinguido. Tuve la fortuna de vivirla con la mejor profesora de mi vida. Se llama Carmen.
Profesora de lengua y literatura, me dio clases desde la ESO hasta bachiller. Recuerdo su primera clase como si el tiempo se estuviera rebobinando cada día. Una profesora veterana, que todo el mundo conocía, y tuve la suerte de poder compartir años de aprendizaje
Desde el primer momento noté que tenía una recarga de combustible nuclear en el cerebro. Fue abrir la boca y darme cuenta de que nunca había tenido un profesor así (y me acuerdo de muchos, empezando por la maestra que me enseñó a sumar y a leer).
Carmen se volvía loca por enseñar, era una incontinente del conocimiento. Jamás se sentaba. Dejaba su cartera en la mesa y de forma súbita se dejaba llevar por un arrebato didáctico feroz, de modo que, si se hubiera hundido el mundo, no nos habríamos enterado.
En su aula tenías la sensación de ser tan afortunado que no podías evitar hacerte una pregunta: ¿Me merezco yo estas clases? Con ella era imposible no estudiar: te habrías sentido un miserable. Y lo habrías sido.
Recuerdo cuando comenzamos la lección de la “generación del 98” y más tarde la “generación del 27”.
Los versos de Antonio Machado: “caminante son tus huellas el camino y nada más…”
Ese poema fue el detonante de mi afición por la lectura y la escritura que aún conservo y sigo desarrollando con mis estudios universitarios.
Sin esas lecciones de lengua y literatura que con tan cariño recuerdo probablemente, no habría logrado aprender todo lo que he aprendido en esta vida, el enrome disfrute que me proporciona la lectura, ni por supuesto estar estudiando periodismo. Seguramente tampoco sería quien soy en este momento.
Ningún estudiante olvida al profesor que le abrió el camino hasta más allá de sus propios límites. Porque eso es lo que hacen lo grandes profesores.