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¿El libro o la película?

Algunos apuntes breves sobre el feo arte de comparar

De tan trillada se diría que es una cuestión más bien ridícula, pero comoquiera que se acerca el día de las letras y dado que, según confirman año tras año todos los indicios, se trata de una jornada que por tácito y unánime consenso se ha convertido en un momento propicio para la reflexión literaria, a lo mejor no está de más discurrir siquiera brevemente sobre la eterna cuestión acerca de qué es mejor, si el libro o la película.

Desde que a finales del siglo XIX los hermanos Lumière inventaran ese prodigio al que neologísticamente denominaron cinematografía, la relación entre el cine y la literatura no ha hecho sino enraizarse con el correr de los años. De hecho, intentar ponderar el número de filmaciones basadas en obras literarias es, de todo punto, una tarea babilónica sólo al alcance de concienzudos estadísticos con demasiado tiempo libre; y no es mi caso. Ahora bien, no deja de resultar llamativo que la correspondencia entre uno y otra haya sido siempre unidireccional, esto es: mientras no dejan de filmarse películas basadas en creaciones literarias previas, un servidor no conoce aún un solo caso a la inversa digno de ser reseñado.

Es posible que detrás de esta evidencia empírica se halle la respuesta a por qué en infinidad de ocasiones nos hemos sorprendido argumentando con rotundidad en los siguientes términos: «si tal película te ha gustado, espera a leer el libro» o «la película está bastante bien, pero desde luego el libro es aún mucho mejor» o, el caso contrario, «la película es una basura, pero el libro es extraordinario». Puede que sea ese carácter prístino que inconscientemente asociamos a la literatura lo que nos empuja a situarla en la vanguardia de nuestras preferencias, o puede que se trate de un cliché alimentado por convenciones sociales según las cuales leer un libro es, intelectualmente, una actividad superior a mirar una película. Por lo que a mí respecta he de confesar que ninguna de estas dos opciones me convence del todo, entre otros motivos porque, pese a su ineludible vinculación, considero que el cine y la literatura son dos cosas distintas, que estimulan en el espectador-lector regiones cerebrales diferentes y, por tanto, suscitan experiencias desiguales. Así es: mientras la buena literatura excita poderosamente la imaginación, el buen cine afila las percepciones sensoriales de una manera análogamente poderosa. Y, en uno u otro caso, el resultado es siempre idéntico: la emoción trasgredida, el deleite de la forma, la expansión del conocimiento.

Pero, al margen de estas reflexiones y volviendo al tema de marras, si yo me viese en la tesitura de tener que calibrar la relación entre cine y literatura tomando como punto de partida, pongamos por caso, aquellos libros que contienen los anaqueles de mi biblioteca y que en algún momento han servido de excusa para la filmación de determinado metraje, e igualmente partiendo de la premisa de que esto no deja de ser una opinión personal, peregrina y, por consiguiente, susceptible de críticas y refutaciones, diría que esa relación se me antoja tríptica. A saber: de un lado, libros cuya calidad supera con holgura la de las películas; de otro, películas que no desmerecen en modo alguno de los libros en los que se basaron; por último, películas cuya consideración está por encima del pretexto literario que las motivó. Veamos, pues.

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Humphrey Bogart y Lauren Bacall en ‘El sueño eterno’ | Foto vía lopezlinares.com

La primera de estas categorías, aquélla según la cual el libro supera a la película, es amplia hasta decir basta. Sólo tengo que pasear la vista por mis estanterías para toparme con infinidad de ejemplos que confirman lo arriesgado que resulta aventurarse a filmar una película a partir de un bestseller. Un caso relativamente reciente lo encontramos en Los hombres que no amaban a las mujeres, del sueco Stieg Larsson, que tan grato resulta de leer como tedioso de mirar en cualesquiera de las adaptaciones cinematográficas hasta la fecha. En un mismo registro sitúo las no pocas películas que hacia la mitad del siglo pasado recrearon las aventuras y desventuras del grandísimo Philip Marlowe, y que por mucho Bogart de turno que acapare los planos nunca alcanzó la altura de ese lobo solitario, gordinflón, dipsómano y mujeriego que emergió de la castigada cabeza de mi idolatrado Raymond Chandler. Y, siguiendo con ilustres beodos, ¿qué decir de Barfly o Factótum, dos películas inspiradas en la obra de Charles Bukowski y que, al menos en el primero de los casos, tuvo a bien contar con la participación del escritor para la redacción del guión? Dos proyectos fallidos, en cualquier caso (cuentan que el viejo Buk nunca vio con buenos ojos a un Chinaski interpretado por Mickey Rourke, y razones no le faltaron). De vuelta a casa, y para no cometer el exceso de aventar las banderas de quienes denostan el celuloide en su comparación con la literatura, mencionaré por último el ilustrativo ejemplo de las novelas de Marsé, descomunales obras maestras de la narrativa en lengua castellana, pero que, pese a los ímprobos esfuerzos de Vicente Aranda y Fernando Trueba, todavía no cuentan con una réplica cinematográfica cuyo mérito no sea únicamente el de incluir a tal o cual tía buena en el reparto. Sigamos.

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Javier Bardem en ‘No es país para viejos’ | Foto vía diariocrítico.com

Conforme preparaba las anotaciones para este artículo he caído en la cuenta de que el número de películas que no sólo no desmerecen de las novelas de las que partieron sino que en muchos casos las complementan con asombroso y prodigioso acierto, es bastante más nutrido de lo que en principio había sospechado, lo cual celebro en la medida en que me sirve para confirmar que, efectivamente, el cine y la literatura, aun compartiendo un mismo origen y en ocasiones reportando a quien los disfruta un mismo beneficio, pueden llegar a ser dos fenómenos distintos aunque no por ello excluyentes. Repasemos algunos ejemplos: Trainspotting, la novela que catapultó a la fama al escocés Irvine Welsh y que Danny Boyle trasladó a la gran pantalla con magistral destreza, convertida ya entonces en un icono del cine de los 90 (dudo que haya alguien que, habiendo disfrutado de la novela, no coincida conmigo a la hora de destacar la idoneidad tanto de la banda sonora como del repertorio de intérpretes, con Ewan McGregor a la cabeza de ellos en el papel del genial y esmirriado Renton); No es país para viejos, la cinta de los hermanos Coen que arrasó en los premios Óscar de 2007, considerada por la crítica como un caso arquetípico de película que supera el libro (un juicio excesivo en opinión de quien firma estas palabras porque, si bien es cierto que a día de hoy resultaría casi un anatema no imaginarse a Javier Bardem en el pellejo del endemoniado Anton Chigurh, no lo es menos que la película, a diferencia de la novela de Cormac McCarthy, obvia por completo una de las principales líneas argumentales, precisamente aquélla que sitúa en el centro de la trama al Sheriff Bell y que en último término justifica que el título sea No country for old men y no otro); Los santos inocentes, la magnífica adaptación en la que Mario Camus acertó a reunir a un elenco de los más exquisitos histriones nacionales de la segunda mitad del siglo XX y que probablemente esté entre las mejores películas españolas de todos los tiempos (nótese que quien afirma tal cosa es alguien que lee y relee a Delibes con la misma corcovada devoción con la que un judío jasídico recita los versos del Pentateuco). Y así podríamos continuar con la retahíla hasta el aburrimiento, cosa que no es menester, pues la lista de películas que para nada ensombrecen los libros de origen es casi tan inmensa como el propio cine.

¿Y qué pasa con las películas que, habiendo surgido de un proyecto literario más o menos reconocido, encontraron en el celuloide el entorno adecuado en el cual se gestó su verdadera pervivencia como icono? Ciertamente no son muchas, lo que no significa que no las haya, porque, pensando a vuela pluma, me vienen a la memoria al menos dos ejemplos bastante claros.

Uno es Apocalypse Now, la cinta que Francis Ford Coppola realizó en 1979 tomando como referencia la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas. Que me perdonen los conradistas ―que los hay y muchos― pero la novela es un tostón insufrible. Y aunque el director estadounidense se tomó la licencia de trasladar en el tiempo y en el espacio la trama original ―el libro ubica la historia en el colonialismo africano del siglo XIX mientras la película lo hace en la guerra de Vietnam― y a pesar de que los resultados en taquilla fueron tan desastrosos que, según cuentan, Coppola necesitó cerca de una década para solventar todas las deudas contraídas, indudablemente me quedo con todos y cada uno de los 200 minutos de que consta el filme en su edición especial. No hay color, desde luego. Cómo no decantarse por esa secuencia inicial en la que el The end de los Doors suena de fondo mientras la jungla arde al calor del napalm, o esa otra en la que el coronel Kilgore (Robert Duvall) persuade a un marine para que cabalgue las olas en plena refriega con el Vietcong, o esa otra en la que el coronel Kurtz (Marlon Brando) ilumina la penumbra de su propia muerte a machetazos mientras un buey es salvajemente despiezado. Pura y cruda y bella poesía. Que me perdonen los conradistas ―que los hay y son muy suyos― pero está por ver qué hubiera opinado el tío Joseph de haber tenido ocasión de admirar este monumento de película. El otro caso del que quería hablarles es Doctor Zhivago, aunque el comentario que precisa bien merece un párrafo aparte.

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Julie Christie en ‘Doctor Zhivago’ | i.ytimg.com

Me cuesta concretar con exactitud la primera vez que la vi, aunque supongo que debió de ser hacia mediados de la década de los noventa, cuando un servidor comenzaba a abandonar esa enfermedad ineludible de la que todos acabamos sanando más tarde que pronto, la adolescencia, y uno empieza a ser sensible a ciertos estímulos no necesariamente hormonales. No puedo precisar con exactitud cuándo la vi por vez primera pero sí recuerdo, como si se tratara de ayer mismo, la amalgama de emociones que su visionado me reportó. Aún hoy, andado el tiempo y multiplicado el número de ocasiones en que he vuelto a repasarla, sigo conmoviéndome como el primer día toda vez que suenan los primeros acordes de la balalaika, toda vez que aparece en plano la dulce Lara (Julie Christie, la criatura más hermosa que mis ojos jamás han visto); aún hoy sigo llorando como un niño con esa secuencia final en la que Yuri Zhivago (Omar Sharif) cae desplomado presa de un ataque al corazón tras volver a ver a su amada Lara desde un viejo tranvía… Supongo que no serán pocos quienes comulguen conmigo si afirmo que lo que hizo David Lean con esta película fue una obra maestra. Así que como soy un tipo por naturaleza bastante curioso, al final acabé por hacerme con la novela de Boris Pasternak y empecé a leerla y, cuando llevaba en torno a las doscientas páginas, la arrojé al suelo en un acceso de rabia y allí se quedó, criando polvo y pelotillas de pelo. Suelo ser bastante pertinaz con los libros y no acostumbro a dejarlos a medias, pero con éste no pude por menos; es confuso y aburrido hasta la exasperación, lírico en exceso y su trama carece por completo de ritmo. Y, aun con eso, a su autor le dieron el Nobel de literatura en 1958, justo un año después de la publicación de su célebre truño. Costaría creerlo si se obvian las circunstancias históricas de aquel momento, con las pavesas del conflicto de Corea aún humeando y las tensiones militares de la Guerra Fría en un peligroso in crescendo nuclear. Porque tan evidente es que la novela contiene esbozos de una crítica al sistema soviético como que los poderes del establishment occidental supieron aprovecharlos para, milagro editorial mediante, debilitar a su enemigo político. Me pregunto qué hubiera sucedido si la novela, en lugar de aparecer en los años 50, lo hubiera hecho en un contexto internacional diferente; pero sé que eso es mucho especular, que toda novela es hija de su tiempo y que pensar estas cosas sólo conduce a levantar castillos en el aire. Me quedo con el filme, de cualquier modo. Y tampoco hay color.

Llegados a este punto y habida cuenta de que el arte implica una relación muy personal entre el objeto en cuestión y el sujeto que lo contempla, bien sea una película o una novela o cualquier otro tipo de manifestación, habrá quienes compartan conmigo algunos de los argumentos que aquí se exponen, pero también habrá quienes los critiquen, quienes consideren que en el fondo Marsé es un pestiño, que No country for old men es infinitamente mejor en su versión fílmica o que la novela Doctor Zhivago no sólo no desmerece la película sino que la supera. Todo se reduce a una cuestión de gustos; los míos han quedado bastante claros.

Feliz día del libro, por cierto.

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