Hace unos años me solía pasar horas y horas viendo los canales de música en televisión. Debía de correr 2009 cuando pasó ante mis ojos un videoclip que mostraba a una mujer joven, pelirroja, volando sobre una luna de plástico mientras cantaba a un público que alzaba las manos hacia ella, como si del Mesías se tratara. La canción era You’ve got the love, y la mujer pelirroja era Florence Welch, la cantante de Florence and the Machine.
Empecé a seguir a esta banda con su segundo álbum, Ceremonials (2011), y hasta el pasado domingo no conseguí verlos en directo. La última vez que pisaron la capital fue en 2010, y aunque volvieron a tocar en nuestro país en el festival de Benicàssim de 2015, la expectación por este directo era evidente. How big, how blue, how beautiful, el último álbum de los ingleses, ha servido para colocarlos en lo más alto del indie internacional y les está llevando por escenarios de todo el mundo. El sábado se detuvieron con su How blue tour en el Palau Sant Jordi y la jornada del domingo les esperaba un Palacio de Vistalegre a rebosar.

La voz de Florence Welch es un torrente capaz de los más variados registros. Eso es algo que queda claro con sólo escucharla entonar un par de notas. Pero no es su voz lo que hace grande a esta artista. Welch es un verdadero terremoto a la que se le queda pequeño el escenario más grande del mundo. Lo llena todo. Desde que What the water gave me diera el pistoletazo de salida, la pelirroja saltó, bailó y contagió de electricidad al público. Y todo ello sin desafinar una sola nota.
No tardó en pedir que las gradas se levantaran y que aquellos en pista se subieran a los hombros de otros para acercarse más a ella. La energía de la banda otorgó momentos memorables como Delilah (esperadísima entre el público y una de las más coreadas) o Mother, canción que cierra el disco y que fue una verdadera explosión de música y color. Sin embargo, también hubo tiempo para acordes más íntimos, con una bellísima Sweet nothing, tema que Welch compuso junto al dj Calvin Harris o la frágil y emotiva versión de Cosmic Love, que, según confesó, fue una de las primeras canciones compuestas por la banda, para la que usaron un par de tambores robados y bolígrafos.

El espectáculo de Florence and the Machine tiene grandes matices de teatralidad. La cuidadísima iluminación apoya con mucha fuerza este elemento teatral, pero también la propia Welch lo explota (y de qué manera) mediante sus movimientos, a medio camino entre la danza y la más emotiva performance callejera. Tremendo el momento final de How big, how blue, how beautiful, en el que la cantante se colocó en mitad del escenario y empezó a golpearse a sí misma en lo que parecía un exorcismo de sentimientos mientras las trompetas alzaban al Vistalegre a los cielos.
La emoción se derrama por los poros de Florence Welch, y esto es lo que la hace una gran artista. Es capaz de transmitir a través de su voz pero también a través de su cuerpo, incluso de su mirada. No en vano, la pelirroja actúa descalza, en una verdadera declaración de intenciones. En la primera crónica que escribí aquí hablé sobre Zahara y cómo me gusta la conexión que tiene con su público. Me sentí muy feliz al poder constatar que también bandas internacionales mantienen este espíritu de unión que creo que debería tener siempre la música.
Y es que en el espectáculo de Florence and the Machine, la conexión con el público es casi perfecta. No paró de descender a cantar a los afortunados de las primeras filas (un servidor entre ellos) y en Rabbit heart (Raise it up) se atrevió a recorrer la pista para entonar la canción desde las gradas. Con Shake it out invitó al Palacio a cantar con ella y creo que aún resuenan allí los ecos de ese celestial estribillo.
La música de la banda tiene un gran componente de espiritualidad (que no de religión, aunque muchas canciones hagan referencia al catolicismo) pero también bascula mucho hacia el movimiento hippie. Cuando sonó Dog days are over, himno de la banda por antonomasia, la pelirroja pidió a cada uno de los asistentes que se quitara una prenda de ropa y la ondeara al aire. Se respiraba allí ese aire de libertad que me gusta imaginar que había en aquellos conciertos de los años 60 en Estados Unidos. Desde el público llegaron flores al escenario, que la británica no dudó en colocar sobre los instrumentos, y también llegó una bandera arcoiris. Florence comenzó a agitarla por todo el escenario mientras sonaba Spectrum (Say my name), que se transformó en todo un canto al amor sin barreras.

“Siento mucho amor aquí esta noche. Viene de vosotros. Tenéis que llevar este amor afuera, al mundo. Porque el mundo necesita amor”. Estas palabras que la pelirroja dedicó al público sirven para resumir muy bien en qué consiste su espectáculo. Amor y sentimiento en estado puro. Florence se abre en canal sobre el escenario y expone su alma y su yo más íntimo. Consigue así Welch una de las cosas más bonitas que puede hacer la música: conectar a las personas.
Drumming song fue la encargada de cerrar un concierto que a muchos se nos hizo corto. Con las manos de los asistentes alzadas al cielo, como en ese videoclip que vi hace unos años, Florence le dijo adiós a Madrid. Ella se lleva mucho amor y un paquete de jamón serrano que le lanzaron y que pareció hacerle mucha ilusión. Nosotros nos llevamos las ganas de volverla a ver.