El punto ciego (conferencias de Weidenfeld 2015)
Javier Cercas
Literatura Random House
Barcelona, 2016.
Yo no había leído nunca a Javier Cercas. Desde luego lo conocía, sabía quién era y, por su puesto, en algún momento de mi vida había visto Soldados de Salamina, la adaptación cinematográfica que David Trueba filmó en 2003 basándose en la novela homónima del autor de marras. Pero eso era todo. El motivo de mi desconocimiento obedecía a un doble y a la vez intrincado razonamiento: en primer lugar, mis inquietudes de lector voraz me habían mantenido distraído en otro tipo de registros, especialmente la poesía y la historia, y aunque es cierto que la novela también la frecuentaba, no lo es menos que la narrativa española contemporánea no despertaba en mi mayor interés que unas pocas y desordenadas lecturas; en segundo lugar estaba el rechazo instintivo que me inspiraban los escritores congraciados con el establishment editorial del momento y en el que Cercas, a juzgar por la sobredimensión pública de sus columnas periodísticas y el exagerado acogimiento con que siempre eran recibidas sus nuevas publicaciones, ocupaba un lugar capital.
Para decirlo de un modo claro y que se me entienda, a mi entender Cercas era sinónimo de éxito y yo por aquel entonces, embebido como estaba por la imagen casi adolescente del malditismo literario de los poetas franceses de finales del XIX, identificaba el éxito con una parte de la literatura a la que no concedía mayor mérito que el puramente comercial.
La cosa empezó a cambiar en febrero del año pasado -lo sé porque tengo la buena costumbre de anotar en las primeras hojas de todos mis libros la fecha y el lugar en donde fueron adquiridos- cuando mi madre, atraída por las referencias que había escuchado por casualidad en un programa radiofónico, decidió regalarme El impostor, hasta la fecha su última novela publicada. Algunos días después lo empecé y, a pesar de que lo hice venciendo los reparos que imponían mis escrúpulos o tal vez precisamente a causa de ello, debo reconocer que su lectura me cautivó desde las primeras páginas; y no solo por el argumento en cuestión –el libro gira en torno a las vicisitudes de Enric Marco, un tipo tan real como peculiar, que decidió inventarse una vida y un pasado aun a costa de las consecuencias fatales derivadas de dicha invención–, sino también por el estilo envolvente y reiterativo, levantado sobre una complejísima y a la vez accesible estructura narrativa, que el autor empleaba para contármelo.

Tal fue la impresión que su lectura causó en mí que, para decirlo de un modo claro y que se me entienda, mandé a tomar por culo este prejuicio infundado -perdón por el exabrupto y la redundancia- y me hinqué de un tirón, sin solución de continuidad, en apenas un puñado de meses, toda su obra editada: sus ocho novelas más sus tres volúmenes misceláneos de ensayos, artículos de opinión y relatos breves. De tal forma que a día de hoy puedo decir, sin miedo a posibles y postreras urticarias, que Javier Cercas es un escritor excepcional y una de las voces más elocuentes, respetables y necesarias del panorama actual.
Impresiones como estas explican el entusiasmo con que he recibido su última publicación, El punto ciego; una suerte de conferencias que el autor pronunció en 2015 en el marco de las jornadas Weidenfeld organizadas por la Universidad de Oxford, aquí reunidas a guisa de ensayo metaliterario donde el autor formula la teoría que da título al libro, según la cual en el ombligo de las grandes novelas de la historia de la literatura siempre hay una pregunta angular para la que no existe respuesta, un punto ciego. O dicho de otro modo, las grandes obras de la historia de la literatura son grandes no porque logren formular respuestas a los dilemas elementales de la vida, dado que su misión no consiste en contestar preguntas sino en formularlas de la manera más compleja posible, sino porque invitan al lector a que sea él quien extraiga sus propias conclusiones bajo la premisa de que un libro no existe por sí mismo, sino sólo en la medida en que alguien lo lee. Porque es cuando los lectores lo abrimos, concluye Cercas, y empezamos a leerlo cuando se opera una magia cotidiana y la letra resucita, dotada de una vida nueva (…). Es el lector, y no sólo el escritor, quien crea el libro.
¿Estaba loco el Quijote? ¿Era Joseph K. culpable de los delitos de que se le acusaba? Y, en tal caso, ¿cuáles fueron aquellos crímenes que finalmente merecieron su ajusticiamiento en El proceso? ¿Es Moby Dick, el trasunto de las obsesiones maniqueas del capitán Ahab, un símbolo del bien y del mal? ¿Quién mató a Ricardo Arana, el Esclavo de La ciudad y los perros? Son estos algunos de los dilemas sobre los que pivotan los rodamientos que hacen girar El punto ciego; una aproximación interesantísima a las grandes cuestiones morales que Cervantes, Kafka, Melville y Vargas Llosa plantearon para la posteridad y a las que en último término nosotros, de acuerdo con el planteamiento de Cercas, debemos hallar respuesta, si acaso tal cosa fuese posible.
La literatura, y en particular la novela, no debe proponer nada, no debe transmitir certezas ni dar respuestas ni prescribir soluciones; al revés: lo que debe hacer es formular preguntas, transmitir dudas y presentar problemas y, cuanto más complejas sean las preguntas, más angustiosas las dudas y más arduos e irresolubles los problemas, mucho mejor. La auténtica literatura no tranquiliza: inquieta; no simplifica la realidad: la complica. Las verdades de la literatura, pero sobre todo las de la novela, no son nunca claras, taxativas e inequívocas, sino ambiguas, contradictorias, poliédricas, esencialmente irónicas.
Pero El punto ciego también se presta a una lectura en clave de autojustificación, pues el autor explora la posibilidad de que algunas de sus obras, en concreto Anatomía de un instante y Las leyes de la frontera, puedan inscribirse en la línea de esa tradición de novelas que él define con el epíteto del punto ciego; una afirmación que en boca de otro escritor hubiera podido parecer una impertinencia, si no un atrevimiento obstinado, pero que en el caso de Javier Cercas además de resultar acertada, se antoja plenamente justificada. Porque, si bien es probable que ninguna de sus novelas publicadas hasta el momento vaya a pasar al olimpo del Parnaso, no estoy tan seguro de que algo parecido vaya a ocurrir en lo tocante a ese estilo tan personal y genuino al que antes me refería y que con tanta facilidad me conmovió a las pocas páginas de comenzar la lectura de El impostor. Se diría que a lo mejor a Cercas hay que leerlo –para entenderlo– en bloque; aunque tan pronto como dejo escrito este supuesto me doy cuenta de lo obvio que resulta, pues en el fondo no existe otra manera de leer –para entender– cualquier escritor merecedor de tal esfuerzo que hacerlo en bloque, a lo bruto y sin vaselina.
Lo que está claro en cualquier caso es que los prejuicios, ya sea en la vida o en la literatura en particular -que para el caso ambas cosas vienen a significar lo mismo-, de poco ayudan cuando lo que se desea en el fondo es comprender, siquiera someramente, cualquier mínima minucia relacionada con ellas. Así que vaya por delante de esta vindicación contra los prejuicios que sin querer ha adoptado la forma de una reseña, mi más sincero agradecimiento, mamá.