Lo que aprendí leyendo sobre feminismo (II)
Hace unas semanas vi Salvados. El programa de Jordi Évole trataba en esa ocasión la violencia de género y aportaba declaraciones de jueces, víctimas y agresores de la violencia machista. En todo momento se condenaba esta situación y se insistía en la terrible experiencia que sufren las mujeres. Hoy he leído un artículo de Risto Mejide en El Periódico relacionado con el mismo asunto, en el que trataba el incidente del pasado 20 de febrero en un concierto de Alejandro Sanz en México, cuando el cantante detuvo la actuación para echar a un asistente que estaba acosando a una mujer. El hombre fue expulsado del recinto, y Mejide, en su artículo, critica al acosador, tildándolo de “escoria social”, “desecho” y “error de cálculo de la naturaleza o de la civilización”.
Este tipo de contenido en los medios de comunicación puede parecer muy feminista y positivo para los derechos de las mujeres, pero tiene un problema básico: ignora que la violencia de género no es más que la punta del iceberg de un descomunal sistema social que se ha extendido a lo largo y ancho de nuestro planeta, y que afecta a todas las capas de las sociedades, desde la cultura hasta la economía, pasando por la justicia y la educación. Es el patriarcado, definido por Dolors Reguant como “una forma de organización política, económica, religiosa y social basada en la autoridad y liderazgo del varón, en la que se da el predominio de los hombres sobre las mujeres”. Este patriarcado crea asimismo un entramado de “mitos y religiones que lo perpetúan como única estructura posible”. Bajo esta luz, las defensas de las mujeres que hacen Jordi Évole y Risto Mejide parecen bastante simplistas al ignorar que esa violencia es el resultado de un intrincado constructo de miles de años de antigüedad, y tachar a los agresores de “errores de cálculo” parece una broma. Los agresores machistas no son individuos aislados. No son enfermos ni depravados. Son los hijos sanos de un sistema que relega sistemáticamente a la mujer a un puesto de inferioridad respecto al hombre.

¿Pero cómo consigue el patriarcado establecer esa relación de superioridad e inferioridad? Una de sus armas más importantes e incisivas es la construcción de los géneros. En 1968, Robert J. Stoller fue el primero en utilizar el concepto de género, en torno al cual el feminismo radical desarrolló su teoría, y se fue incorporando poco a poco a las ciencias sociales en general y al movimiento feminista en particular.
La teoría del género nos cuenta que existen diferencias biológicas evidentes entre los cuerpos de mujeres y hombres. Esto es el sexo -sexo masculino y sexo femenino-, y en base a él la sociedad patriarcal crea una serie de comportamientos y conductas que se atribuyen a los individuos. Estos comportamientos y conductas que se asocian a las personas en función de su sexo comprenden el denominado género. Así, a las mujeres se les atribuye históricamente una serie de características inherentes a su persona como son incapacidad para dirigir, gran sensibilidad, poca iniciativa, o especial capacidad para criar a los niños y cuidar del hogar. Igualmente, a los hombres se les atribuyen características como inclinación a la violencia, tozudez, gran capacidad para dirigir o poca sensibilidad. Y entre todas esas características que se nos atribuyen, se encuentran todas las que justifican la inferioridad de la mujer respecto al hombre.
Simone de Beauvoir, en su extenso ensayo sobre la mujer llamado El segundo sexo, resumió el concepto de género en una frase: “No se nace mujer, se llega a serlo”. Igualmente, no se nace hombre, sino que se llega a serlo. La humanidad por entero se encuentra comprimida en unos estrictos esquemas, que dictan lo que debemos ser en función de con qué sexo nacimos, y cuanto más nos acerquemos a ese modelo, mayor éxito tendremos en la vida. Y a pesar de que poco a poco se está desmontando la noción de género y están apareciendo distintos modelos de feminidad y masculinidad, los géneros tradicionales siguen dirigiendo nuestras vidas en gran medida.

Los hombres no sabemos lo que implica ser mujer en una sociedad patriarcal. No sabemos lo que es ser relegado de forma mecánica a desempeñar la mayor parte del trabajo doméstico. No sabemos lo que es cobrar menos por haber nacido del sexo equivocado. No sabemos lo que significa tener de forma constante sobre nuestras cabezas la amenaza del acoso sexual en el trabajo, ni sabemos lo que se siente al ser bombardeados con mensajes sobre lo imperfectos que somos y cuánto necesitamos depilarnos y echarnos cremas, exfoliantes, bases y correctores (aunque tristemente esto cada vez lo vamos sabiendo más). No sabemos qué es que cuestionen tu autoridad en el trabajo debido a tu sexo. No sabemos lo que significa que productos de primera necesidad como compresas o tampones sigan teniendo un IVA de productos de lujo. Y mucho menos sabemos lo que implica ser mujer fuera de Occidente, y el peligro de caer en las redes de prostitución.
Hace poco me di cuenta de que yo puedo volver a casa de madrugada con música en los cascos sin preocuparme demasiado porque me pase nada. Cuando le pregunté a algunas amigas si ellas harían lo mismo todas me respondieron que no. Me pareció tremendamente indignante.
Lo cierto es que, de igual forma que los hombres no somos conscientes de lo que el patriarcado impone a las mujeres, muchas veces ni las mujeres ni nosotros mismos somos capaces de ver lo negativo que es el patriarcado para los propios hombres. Desde la sociedad se exige que escondamos nuestros sentimientos (“los hombres no lloran”), que seamos fuertes e impulsivos, que reafirmemos nuestro poder y nos sometamos a pruebas para demostrar nuestra virilidad (muchas escondidas entre los famosos “¿A que no…?”). Todo esto desemboca en que los hombres tengan mayores probabilidades de sufrir alcoholismo y adicción a las drogas, que tengan mayores índices de muertes violentas, y que sean los más proclives a suicidarse -en 2013, de las 3870 personas que se quitaron la vida en España, 2911 eran hombres-.

Con estos argumentos, cualquiera vería lógico que los hombres abogaran por luchar del lado de las mujeres para destruir el patriarcado. Y, sin embargo, como Varela hace notar en Feminismo para Principiantes, la gran mayoría de hombres relegan la lucha por la igualdad a las mujeres, pues creen que es una tarea que les corresponde a ellas, y no llevan a cabo acción alguna para conseguir esta igualdad. No existe entre la población masculina la concepción de que el patriarcado afecte a los varones y la mayoría de los hombres se encuentran desorientados y confusos cuando se les exige cambiar sus actitudes.
Las feministas utilizan una metáfora que me ha parecido muy adecuada: las gafas violetas. El violeta ha sido el color asociado al movimiento desde comienzos del siglo XX, y estas gafas simbólicas sirven para entender la realidad a través de los conceptos de patriarcado, género y androcentrismo. Con las gafas violetas puestas, el mundo actual se ve muy distinto, y actitudes que antes nos parecían normales o inofensivas se convierten en las más descarnadas demostraciones de un sistema que relega a más de la mitad de los seres humanos a un puesto de inferioridad. Y no, en Occidente no nos salvamos, y que las mujeres puedan votar o que exista una Ley contra la violencia de género no significa que ya se haya alcanzado la igualdad plena. Sobre nuestros hombros tenemos miles de años de tradiciones, mitos y prejuicios que han perpetuado este sistema corrupto, y no podemos creer que con un par de leyes está todo solucionado. Desde siempre, el hombre ha sido y es la medida de todas las cosas, y por ello se hace necesaria una medida de choque que permita irrumpir en el mundo al resto de la humanidad que también es y ha sido siempre parte de él.
Cuando un miope empieza a llevar gafas, el mundo para él cambia por completo. Las gafas pesan y molestan. Quizá hasta le parezcan feas al principio y prefiera no llevarlas puestas. Las distancias se modifican, los tamaños se desvirtúan y los colores también parecen diferentes. Empieza a vivir en un mundo al que no está habituado, al que tiene que acostumbrarse. A lo mejor preferiría volver al otro mundo que ya conocía. Porque todo es igual que era, pero su forma de verlo es indudablemente distinta.
Con las gafas violetas sucede lo mismo. La realidad es la misma, no cambia, pero nuestra forma de percibirla varía radicalmente. Es posible que al principio uno se sienta incómodo y decepcionado en este nuevo mundo y prefiera regresar al otro. Pero no hay marcha atrás. Una vez que has visto la injusticia, es imposible darse la vuelta.
No pretendo desmontar vuestra realidad con este conjunto de artículos. Pero ojalá haya conseguido remover un poco las aguas. Tristemente hace mucha falta.
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