…lo que escuchaste nada más abrir los ojos fue el sonido de un grito, el grito de una mujer que parecía muy asustada. Lo primero en lo que pensaste fue en una riña familiar, tal vez algún matrimonio mal avenido que discutía acaloradamente mientras el resto del edificio descansaba. Luego, cuando escuchaste el batir violento de las puertas, un eco sordo de voces y pisadas como si un ejército entero se estuviera aproximando por la escalera, comprendiste que no se trataba de un altercado doméstico. Aquello era otra cosa. Tuviste tiempo de comprobarlo instantes después, cuando el estruendo de una sacudida derribó la puerta de tu casa y un hombre entró, vestido con el uniforme negro que Hugo Boss diseñara para las SS. Empuñaba una Luger semiautomática en la mano derecha, por lo que imaginaste que allí se acababa todo: un disparo a bocajarro y después un fundido en negro. Y después nada.
Sin embargo, durante aquella mínima fracción de segundo en que todo tu cuerpo se bloqueó ante la irrupción de aquella presencia extraña, en ningún momento se te pasó por la cabeza que lo que en verdad te aguardaba era algo aún mucho peor. Pero así fue.
En el transcurso de los siguientes diez días fuiste desposeído de todas tus pertenencias, desplazado a un campo de refugiados y apartado de tus seres queridos, de los que nunca más volverías a tener noticias. Finalmente, fuiste conducido a bordo de un transporte de ganado en el que permaneciste encerrado sin agua, ni alimento, ni esperanza alguna durante tres jornadas en un desquiciante viaje en tren del que nunca pensaste que saldrías con vida. Pero así fue.
Tardaste bastante tiempo en saber que habías llegado al campo de concentración de Auschwitz, una isla de muerte en medio de los frondosos bosques de abedules al sur de la Silesia polaca; fue un 30 de septiembre de 1942, permaneciendo allí por espacio de otros dos años y medio, tiempo durante el cual solo la buena suerte –o la mala, según se mire– te mantuvo con vida. Dada tu complexión fuerte y que a pesar de tus treinta y seis años aún se te consideraba útil (léase útil entre comillas), te libraste de la cámara de gas, así como de los trabajos forzosos en la planta química que el emporio industrial IG Farben había levantado en el cercano campo de Birkenau. Solo porque dominabas a la perfección el alemán y podías desenvolverte con cierta soltura en yidis y polaco, tu función pronto se circunscribió a la de acompañar a los deportados que llegaban a los andenes, conducir a los denominados inútiles a través del sendero que llegaba hasta las duchas (léase la palabra duchas también entrecomillada) y esperar a que el Zyklon B, el gas letal empleado por los genocidas, surtiera su demoniaco efecto. Con el transcurso de los meses llegaste a calcular con asombrosa precisión el intervalo de tiempo pasado el cual cesaban los gritos: entre 15 y 20 minutos. Nunca más de eso. Después abrías las compuertas y apilabas los cuerpos en una carretilla de mano y los conducías a los hornos crematorios, donde la voracidad del fuego los reducía a cenizas, al denso penacho de humo que expelían aquellas incansables y abominables chimeneas.
Ese y no otro fue tu único trabajo. Tantas veces lo repetiste, que pronto renunciaste al recuento de los despojos humanos que a diario pasaban por tus manos. Y lo peor de todo fue que acabaste por resignarte a él, acostumbrado a su mecánico y rutinario ritmo. Optaste por impermeabilizarte y, como un autómata al que la fuerza de la costumbre le sustrae de preguntarse por qué, dejaste que los días dieran paso a las semanas, y estas a los meses. Así durante dos años y medio, hasta que una madrugada de invierno despertaste en tu litera envuelto en los vapores de una fiebre paralizante. Convencido de la inminencia de tu propia muerte, te sorprendiste preguntándote si serías capaz de llegar por tu propio pie a las “duchas”, preguntándote por quién cargaría tus restos en la carretilla de mano y quién, al cabo, los arrojaría a la cuba del horno para que el lamido del fuego los redujera a cenizas, a aquel denso y pestilente e infatigable penacho de humo.
Cuando tiempo después abriste los ojos, lo primero que te asaltó fue la certeza de que ya estabas muerto. Mas luego caíste en la cuenta de lo improbable que resulta cualquier tipo de certeza cuando uno ha dejado de existir, por lo que resolviste que aún vivías. No sabías dónde ni cómo ni por qué, pero estabas vivo. De las siguientes semanas apenas si conservaste recuerdo alguno, tan solo que durante tu estancia en un improvisado hospital de campaña te alimentaron a base de caldos de col hervida y mendrugos de pan duro, que una enfermera eslava acudía a tu camastro todas las tardes para tomarte la temperatura y comprobar la correcta evolución de tus constantes vitales. Luego, cuando ya lograste tenerte en pie, un oficial del ejército ruso se acercó y te dijo que podías marcharte, que tu esclavitud había terminado, que volvías a ser libre.
Eso fue más o menos lo que escuchaste, aunque lo cierto es que no acertabas a comprender el significado que encerraban aquellas palabras; era como si algo las hubiera vaciado de contenido, como si algo las hubiera convertido en un pellejo, en un pedazo de piel muerta.
Libre, te dijiste. Libre para ir adónde, libre para estar con quién, libre para hacer qué…
***
Naturalmente, lo que acabas de leer no te ha sucedido a ti. Probablemente porque no estás en Auschwitz, probablemente porque nunca has estado –desde luego no en las condiciones que aquí se narran–, sino sentado en tu casa, quizás frente a la pantalla de tu ordenador leyendo lo que creías un artículo titulado «la carretilla de mano». Y, por fortuna para ti, esto es lo único absolutamente cierto en un relato por lo demás truculento y efectista. Pero, si con esto y con todo aún decides concederme un mínimo de credibilidad, te confesaré que mi intención original no era esta. Mi primera intención era escribir un artículo en recuerdo de este campo de exterminio, la mayor y más gráfica muestra de la irracionalidad destructiva del ser humano, de cuya liberación el pasado 27 de enero volvía a cumplirse un nuevo aniversario.
Quiero creer que hemos aprendido la lección, que a pesar de haber transcurrido más de setenta años de aquel día aún conservamos vivamente su recuerdo, como un límite que bajo ningún concepto debemos volver a rebasar. Pero luego me acuerdo de los 800.000 musulmanes bosnios asesinados en Srebrenica, en la antigua Yugoslavia; del millón de tutsis ruandeses que perecieron a manos de tribus rivales; de los cerca de tres millones de camboyanos que los jemeres rojos hicieron desaparecer; del más que evidente genocidio sirio que en este preciso instante está teniendo lugar, mientras estás a punto de terminar la lectura de un artículo por lo demás efectista y truculento…, y no estoy tan seguro de ello.
¡Enhorabuena por tu artículo! Yo lo leo como un único, oportuno y actualísimo artículo. No lo la parte del pasado y luego la parte de la realidad, leo la ÚNICA intención de llamada urgente a la dignidad humana, que nunca debió perderse. Por eso, muchas gracias por el supuesto «efectismo» y la supuesta «truculencia», porque además de que son elementos de la realidad de los sucesos, siembran en la mente del lector la necesaria reacción humana de la reflexión y la acción en la vida nuestra de todos los días. GRACIAS.